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miércoles, 13 de octubre de 2010

La muerte espiritual

Tú siempre te has equivocado. Como yo, como todo hombre, te has dejado deslizar sobre pendientes fáciles y vanas. Tu espíritu no ha viajado sino en sueños hacia la verdad; tus más bellas teorías se desvanecen ante el muro de las apariencias. Este velo de formas coloreadas, de sonidos, de diversas cualidades sensibles, tan fácilmente declarado ilusorio, es sólido sin embargo. Es de allí de donde has partido; pero tomaste una puerta falsa. O más bien, has creído partir; te has dormido en el umbral y has soñado tus creencias sobre el mundo y sobre el espíritu.

Hoy yo te espero en el umbral. Intentaremos nuestros primeros pasos juntos. Ante todo te pido que mires lo que te rodea, en este momento, con la mayor simplicidad. Ve lo que se te presenta. Sobre todo, no empieces a cuestionar la realidad de este mundo: ¿en nombre de qué la juzgarías? ¿Sabes acaso lo que es la realidad absoluta? Quienquiera que emprenda un viaje debe partir del lugar donde se encuentra; no debe creer que el viaje ya ha sido realizado por tener en sus manos un itinerario preciso y detallado; la línea que ha trazado sobre un mapa sólo tiene sentido si él puede fijar el punto donde él está actualmente. Tú, también, búscate. Es decir: despierta, encuéntrate: el lugar donde te encuentras es el estado actual de tu conciencia, tomada con la totalidad de su contenido; es de allí de donde debes partir. Y toda nuestra especulación nunca será más que el itinerario de un viaje posible.

Toda metafísica que se basta a sí misma se parece al vano placer de un hombre que pasa su tiempo leyendo guías e itinerarios, combinando trayectos en un mapa, y creyendo que viaja. Hasta hoy los filósofos parecen no haber hecho otra cosa; o de lo contrario, si algunos llegaron a hacer viajes reales, ninguno ha sabido cómo hacerlo aparecer; y de esta manera, toda filosofía, incluso la que fue vivida por su creador como una experiencia real, sigue siendo un  juego estéril, un juego inútil, para los hombres.

La prueba que te propongo llevar a cabo junto conmigo puede resumirse en dos palabras: permanecer despierto. Ante todo te pedí despertar, constatar de qué tienes conciencia en este momento. Tienes conciencia de un cambio continuo. Además, has sentido, bajo una u otra forma, una necesidad de llegar a ser algo que no eres todavía; pero es posible que –comprendiéndome mal- declares que no sientes nada semejante; aún entonces puedes experimentar que, si aceptas pasivamente las condiciones que se imponen a tu conciencia, duermes. Despertar no es un estado, sino un acto. Y los hombres están despiertos con mucha menor frecuencia que lo que sus palabras tienen la pretensión de hacerlo creer.

Tal hombre despierta por la mañana, en su cama. Apenas se ha levantado, ya está dormido otra vez; al entregarse a todos los automatismos que hacen que su cuerpo se vista, salga, camine, vaya  a su trabajo se agite de acuerdo a  la regla cotidiana, coma, hable, lea el periódico –ya que es en general el cuerpo sólo quien se ocupa de todo esto-, mientras hace todo esto, él duerme. Para despertar haría falta que pensara: “toda esta agitación está  fuera de mí”. Haría falta un acto de reflexión. Pero si este acto desencadena en él nuevos automatismos, los de la memoria, los del razonamiento, bien podrá su voz afirmar que aún sigue reflexionando, pero él se ha vuelto a dormir. Así que puede pasar días enteros sin despertar un solo instante. Basta que pienses tú en esto estando en medio de una multitud, y te verás rodeado de una masa de sonámbulos. El hombre no pasa, como se dice, un tercio de su vida durmiendo, sino casi toda su vida durmiendo con ese verdadero sueño del espíritu. Y al sueño, que es la inercia de la conciencia, no le cuesta mucho atrapar al hombre en sus redes: ya que éste es natural y casi irremediablemente perezoso, quisiera despertar, es cierto; pero como el esfuerzo no le agrada, él quisiera  -e ingenuamente lo cree posible- que este esfuerzo, una vez realizado, lo coloca en un estado de despertar definitivo, o al menos de alguna duración; así, queriendo descansar en su despertar, se duerme. Así como uno no puede querer dormir, pues querer, sea lo que sea, siempre es despertar; así tampoco puede uno permanecer  despierto si no lo quiere en todo momento.

Y el único acto inmediato que puedes cumplir es despertar, es tomar conciencia de ti mismo. Entonces, vuelve tu mirada sobre lo que crees haber hecho desde el comienzo de este día: quizás es la primera vez que te despiertas realmente; y es sólo en ese instante que tienes conciencia de todo lo que has hecho como un autómata, sin pensamiento. En su mayoría, los hombres nunca despiertan siquiera hasta el punto de darse cuenta de haberse dormido. Ahora, acepta –si quieres- esta existencia de sonámbulo. Tú podrás comportarte en la vida como ocioso, como obrero, campesino, comerciante, diplomático, artista, filósofo, sin despertar nunca, sino cada cierto tiempo; justo lo necesario para gozar o sufrir de la manera como duermes; sería incluso tal vez más cómodo –sin cambiar nada de tu apariencia- no despertar en absoluto.
Y como la realidad del espíritu es acto, no siendo nada la idea misma de “substancia pensante” cuando no es pensada en el presente, en ese sueño, ausencia de acto, privación de pensamiento, no hay nada: es realmente la muerte espiritual.
Pero si tú elegiste ser, has emprendido un camino muy duro, siempre en subida, y que reclama un esfuerzo a cada instante. Tú despiertas: e inmediatamente debes despertar otra vez. Despiertas de tu despertar: tu primer despertar aparece como un sueño a tu despertar profundo. Por esta marcha reflexiva la conciencia pasa perpetuamente al acto.
Mientras que los demás hombres, en su gran mayoría, no hacen más que despertar, dormir, despertar, dormir; subir un escalón de conciencia, para volver a bajarlo de inmediato, sin elevarse jamás por encima de esta línea zigzagueante. Tú te encuentras y te reencuentras lanzado en una trayectoria indefinida de despertares siempre nuevos, y como nada vale sino para la conciencia que percibe, tu reflexión sobre este despertar perpetuo hacia la más alta conciencia posible constituirá la ciencia de las ciencias. Yo la llamo METAFÍSICA; pero, por ciencia de las ciencias que sea, no olvides que ella jamás será sino el itinerario trazado por adelantado, y a grandes rasgos, de una progresión real. Si lo olvidas, si crees haber acabado de despertar porque has establecido por adelantado las condiciones de tu despertar perpetuo, en ese momento, otra vez te quedas, te quedas dormido en la muerte espiritual.

La guerra santa

Voy a escribir un poema sobre la guerra. Tal vez no sea un verdadero poema, pero será sobre una verdadera guerra.
No será un verdadero poema, porque si el verdadero poeta estuviese aquí, y el ruido se expandiese entre la multitud a la que pensaba hablar, se haría un gran silencio; primero se inflaría un silencio pesado, un gran silencio de mil truenos.
Visible, veríamos al poeta; vidente, él nos vería; y palidecerían nuestras pobres sombras, lo odiaríamos por ser tan real, nosotros los débiles, los enojados, nosotros los toda-cosa.
Estaría aquí, agotado por los mil truenos de la multitud de enemigos que contiene -porque los contiene y los satisface cuando quiere- incandescente de dolor y de sagrada cólera pero tan tranquilo como un pirotécnico, y abriría en el gran silencio una pequeña canilla, la muy pequeña canillita del molino de palabras, y de allí saldría un poema, un poema tal que nos haría poner verdes.
Lo que voy a hacer no será un verdadero poema poético de poeta, porque si la palabra “guerra” fuese pronunciada en un verdadero poema, la guerra, la verdadera guerra de la que hablaría el poeta, la guerra sin piedad, la guerra sin compromiso, se encendería definitivamente en nuestros corazones.
Porque en un verdadero poema las palabras tienen sus cosas.
Tampoco será un discurso filosófico. Porque para ser filosofo, para amar a la verdad mas que a uno mismo, hay que estar muerto para el error, hay que haber matado a las traidoras complacencias del sueno y de la ilusión cómoda. Y eso es el fin y la finalidad de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, y todavía hay que desenmascarar a los traidores.
Y tampoco será obra de ciencia. Porque para ser científica, para ver y amar a las cosas tal cual son, hay que ser uno mismo, y amar es verse tal cual uno es. Hay que haber roto los espejos mentirosos, hay que haber matado con una mirada despiadada a los fantasmas insinuantes. Y ese es el fin y la finalidad de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado, y todavía hay que arrancar algunas máscaras.
Y no será un canto entusiasta. Porque el entusiasmo es estable cuando el dios se ha levantado, cuando los enemigos ya no son sino fuerzas sin formas, cuando el alboroto de la guerra tañe a todo trapo, y la guerra apenas ha comenzado, y nosotros todavía no arrojamos al fuego nuestro juego de cama.
Tampoco será una invocación mágica, porque el mago dice a su dios: “Haz lo que me gusta”, y se niega a hacer la guerra a su peor enemigo, si el enemigo le gusta; y sin embargo no será un ruego de creyente, porque el creyente dice a su dios: “Haz lo que quieras”, y para eso tuvo que poner hierro y fuego en las entrañas de su más querido enemigo, y eso es el hecho de la guerra, y la guerra apenas ha comenzado.
Será un poco todo eso, un poco de esperanza y un poco de esfuerzo hacia todo eso, y también será un llamado a las armas. Un llamado que el juego de los ecos podrá devolverme, y que tal vez otros escuchen.
Ahora pueden adivinar de qué guerra quiero hablar.
No hablaré de las otras guerras -de aquellas que sufrimos-. Si hablara de ellas, sería literatura común, un sustituto, un a-falta-de, una excusa, así como me ocurrió emplear la palabra “terrible” cuando aún no tenía la carne de gallina.
Así como usé la palabra “reventar de hambre” cuando aún no había llegado a robar en los escaparates.
Así como hablé de locura antes de haber intentado mirar el infinito por el ojo de la cerradura; así como hable de muerte, antes de que mi lengua hubiese probado el gusto de la sal y de lo irreparable. Así como algunos que siempre se consideraron superiores al cerdo doméstico hablan de pureza. Así como quienes adoran y repintan sus cadenas hablan de libertad, y algunos que sólo aman a la sombra de si mismos hablan de amor, o de sacrificio quienes no serian capaces de cortarse el dedo más chiquito. O de conocimiento quienes se disfrazan ante sus propios ojos. Así como nuestra gran enfermedad es hablar para no ver nada.
Sería un sustituto impotente, como los viejos y los enfermos, que hablan con gusto de los golpes que dan o reciben los jóvenes elegantes.
¿Tengo derecho, entonces, a hablar de la otra guerra -de aquella que no se sufre solamente- cuando tal vez no esté irremediablemente encendida en mí, cuando todavía estoy en las escaramuzas? Si, tal vez no tenga derecho. Pero “tal vez no tenga derecho” también quiere decir “a veces el deber”, y sobre todo, la “necesidad”, porque nunca tendré demasiados aliados.
Intentaré, entonces, hablar de la guerra santa.
Puede estallar, ¡irreparablemente! Cada tanto, se enciende, pero nunca por mucho tiempo. Ante los primeros signos de victoria me admiro en el triunfo, me hago el generoso y pacto con el enemigo. Hay traidores en la casa, pero tienen cara de amigos, ¡sería tan desagradable desenmascararlos! Ocupan su lugar al lado del fuego, tienen sus sillones y sus pantuflas; vienen cuando estoy somnoliento, me dicen algo lindo, me cuentan una historia palpitante o divertida, me traen flores o golosinas, o algún hermoso sombrero de plumas. Hablan en primera persona, creo escuchar mi voz, creo emitir mi voz: “Yo soy... Yo sé... Yo quiero...”
Mentiras. Mentiras incorporadas a mi carne, abscesos que me gritan: “No nos revientes, ¡tenemos la misma sangre!”, pústulas que lloriquean: “¡Somos tu único bien, tu único ornamento, sigue nutriéndonos, no te cuesta tanto!”
Y son muchos, son encantadores y lamentables, son arrogantes y me hacen chantaje, se coaligan... Esos bárbaros no respetan nada (nada verdadero, quiere decir, porque frente a todo lo demás están arrugados de tanto respeto) Gracias a ellos tengo forma, ocupan mi lugar y tienen la llave del cajón de máscaras. Me dicen: “Nosotros te vestimos; ¿cómo harías sin nosotros para aparecer en el mundo? ¡Oh, es mejor andar desnudo como una larva!
Para combatir a esos ejércitos, sólo tengo una pequeña espada apenas perceptible que corta como una afeitadora -es verdad- y que es muy asesina. Pero es tan chica que la pierdo a cada rato, nunca se donde la guardo. Y cuando por fin la encuentro, me parece muy pesada y muy difícil de manejar.
Yo se decir apenas algunas palabras, que todavía son mas bien gemidos, en cambio ellos también saben escribir. En mi boca siempre hay uno que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las escucha, se las guarda, y habla en mi lugar, con las mismas palabras, pero con su inmundo acento. Y gracias a él se me considera y se me juzga inteligente. (Pero quienes saben no se equivocan: ¿puedo escuchar a los que saben?) Esos fantasmas me roban todo, y después se divierten compadeciéndome: “Nosotros te protegemos, te expresamos, te hacemos valer. ¡Quieres asesinarnos! Te destrozas a ti mismo cuando nos tratas mal, cuando golpeas con maldad nuestra sensible nariz, la nuestra, la de tus buenos amigos.”
Y viene a debilitarme la sucia piedad, con sus tibiezas. Contra ustedes, fantasmas, toda la luz. Bastará que encienda la lámpara para que callen, que abra un ojo para que desaparezcan. Porque están esculpidos de vacío, envejecidos por la nada. Contra ustedes, la guerra hasta el final. Ninguna piedad, ninguna tolerancia. Un sólo derecho: el derecho de ya no ser.
Pero ahora el canto es otro. Se sienten protegidos. Se hacen los conciliadores. “Si, tú eres el amo. ¿Pero qué es un amo sin servidores? Déjanos en nuestros modestos lugares que prometemos ayudarte. Imagina, por ejemplo, que quieras escribir un poema. ¿Qué harías sin nosotros?”
Si, rebeldes, un día volveré a ponerlos en sus lugares. Los doblegaré bajo mi yugo. Los alimentaré con heno y les pegaré todas las mañanas. Pero mientras succionen mi sangre, y roben mi palabra, ¡oh! mas vale no escribir mas poemas.
Esa es la maravillosa paz que me proponen. Que cierre los ojos para no ver el crimen. Que me mueva de la mañana a la noche para no ver a la muerte, siempre boquiabierta. Que me crea victorioso antes de haber luchado. ¡Paz mentirosa! Acomodarse en las propias cobardías, porque todo el mundo se acomoda. ¡Paz de vencidos! Un poco de mugre, un poco de embriaguez, un poco de blasfemia, bajo palabras espirituales. Una mascarada de virtud, un poco de pereza y entonación, e incluso tal vez mucha, si se es artista, un poco de todo eso, y alrededor muchas palabras hermosas. Esa es la paz que nos proponen. ¡Paz de vendidos! Y para salvaguardar esa paz vergonzosa, uno es capaz de hacer todo, también la guerra.
Porque existe una vieja y segura receta para conservar la paz: acusar siempre a los otros. ¡Paz de traición!
Ahora saben que quiero hablar de la guerra santa. Y aquel que se haya declarado esa guerra, está en paz con sus semejantes, y aunque esté en el campo de la más violenta de las batallas, en el fondo del fondo de sí mismo reina una paz mas activa que todas las guerras. Y cuanto mas reina la paz en el fondo del fondo, en el silencio y la soledad central, con mayor rabia se abate la guerra contra el tumulto de las mentiras y la gran ilusión.
Y en ese enorme silencio envuelto en gritos de guerra, escondido desde afuera por el huyente espejismo del tiempo, el eterno vencedor escucha las voces de otros silencios. Solo, después de haber roto la ilusión de no estar solo, solo, ya no está solo para estar solo. Estoy separado de él por los ejércitos de fantasmas que quiero aniquilar. ¡Que pueda yo un día instalarme en esa ciudadela! Y sobre las murallas, ¡que sea destrozado hasta el hueso, para que el tumulto no llegue a la cámara real!
“¿Matare?”, pregunta Arjuna, el guerrero. “¿Pagaré el tributo a César?, pregunta otro. Mata, se le responde, si eres asesino. No tienes elección. Pero si tus manos se enrojecen con la sangre de los enemigos, no dejes que una sola gota salpique la cámara real, donde espera el vencedor inmóvil. Paga, se le responde, pero no dejes que César mire ni siquiera una vez el tesoro real.
Y yo, que en el mundo de Cesar no tengo otra arma que la palabra, y yo, que en el mundo de Cesar no tengo otra moneda que las palabras, ¿hablaré? Hablaré para llamarme a la guerra santa. Hablaré para denunciar a los traidores que he alimentado. Hablaré para que mis palabras avergüencen a mis acciones, hasta el día en que una paz acorazada de truenos reine en la cámara del eterno vencedor.
Y porqué he empleado la palabra guerra, y porqué esa palabra guerra hoy no es mas que un simple ruido que la gente instruida hace con sus bocas; porque ahora es una palabra seria y llena de sentido, se sabrá que hablo seriamente y que no son vanos ruidos que hago con mi boca.

Primavera 1940

Entrada de las larvas (de "Últimas palabras del poeta")

El pertiguero de la iglesia llevaba a pacer sus cabras por la vacía avenida.                                          
Algunos niños morían o se secaban en las ventanas -era primavera y las manos de los hombres se extendían al sol, ofreciendo a todos ese pan de sus palmas que los niños no habían mordido todavía.
Sobre las terrazas uno se encontraba entre la tierra y el cielo. Ese día hubo muchos cráneos rotos de muchachos que querían volar por encima de los jardines.
Las gaviotas y los pañuelos golpeaban en el aire y rompían azul en los cristales, y unos barcos de cristal huían más allá de las nubes.
Cuando vino la noche, le tocó el turno a los ancianos: invadieron las calles, sentados sobre sus taburetes de tosca madera, encantaban a las palomas y bebían leche caliente.
El cielo estaba solamente un poco más oscuro y más alto.
Los árboles se estiran en el parque y tienden trampas a las mariposas nocturnas; el pertiguero ha entrado a la iglesia y las cabras duermen en la cripta.
Las mujeres aúllan todas de pronto con gargantas de lobas porque por los suburbios se ha deslizado un hombre desnudo y blanco que viene del campo.

La desilusión (de "Le Contre-Ciel")

Blanco y negro y blanco y negro
atención, quiero enseñaros a morir,
cerrad los ojos, apretad los dientes,
¡Clac!, ya veis, no es nada difícil,
no hay en esto nada asombroso.
Os hablo sin pasión
negro y blanco y negro y blanco,
¡Clac!, ya veis qué pronto se aprende,
os hablo sin amor,
y sin embargo bien sabéis…
–hay que llevar la evidencia hasta lo absurdo–

Blanco y negro y blanco y negro y negro y blanco,
si nuestras almas cambiaran sus cuerpos,
nada cambiaria,
por lo tanto no habléis más de cuerpos y almas.

Blanco, negro, ¡Clac! es lo único
que podemos concebir unido,
(¿no es cierto que no hay en esto nada trágico?)

Os hablo sin pasión
Blanco, negro, blanco, negro, ¡Clac!,
es mi eterno grito de moribundo,
ese grito blanco, ese agujero negro…
¡Oh! No entendéis nada,
ni tampoco existís
yo me encuentro solo para morir.

domingo, 10 de octubre de 2010

Memorables. Prosa poética de "Las últimas palabras del poeta"

Acuérdate de tu padre y de tu madre, y de tu primera mentira cuyo indiscreto olor se arrastra por tu memoria.
Acuérdate de tu primer insulto a los que te engendraron: la semilla del orgullo quedó sembrada, resplandeció la fisura quebrando la unidad de la noche.
Acuérdate de los anocheceres de terror en los que el pensamiento de la nada te arañaba el vientre, y volvía sin cesar para picotearte como un buitre; acuérdate también de las mañanas de sol en el cuarto.
Acuérdate de la noche de liberación en la que, al caer tu cuerpo suelto como un velamen, respiraste un poco del aire incorruptible; acuérdate también de los animales pegajosos que te han vuelto a aprisionar.
Acuérdate de las magias, de los venenos y de los sueños tenaces -querías ver, te tapabas ambos ojos para ver, pero no sabías abrir el otro.
Acuérdate de tus cómplices y de los fraudes en común y de ese gran deseo de salir de la jaula.
Acuérdate del día en que desgarraste la tela y te apresaron vivo, inmovilizado ahí mismo en la batahola de bataholas de las ruedas que giran sin girar, contigo adentro, cogido siempre por el mismo instante inmóvil, repetido, repetido, y el tiempo no daba sino una vuelta, todo giraba en tres sentidos innumerables, el tiempo se cerraba al revés ( y los ojos de carne sólo veían un sueño, sólo existía el silencio devorador, las palabras eran pieles secas, y el ruido, el sí, el ruido, el no, el alarido visible y negro de la máquina te negaba), el grito silencioso "Yo soy" que el hueso oye, por el cual muere la piedra, por el cual cree morir lo que nunca fue. Y tú no renacías a cada instante sino para ser negado por el gran círculo sin límites, todo pureza, todo centro, todo pureza salvo tú mismo.
Y acuérdate de los días que siguieron, cuando marchabas como un cadáver hechizado, con la certidumbre de ser devorado por el infinito, de ser aniquilado por la existencia única de lo Absurdo.
Y acuérdate sobre todo del día en que querías arrojarlo todo, de cualquier modo. Pero un guardián vigilaba en tu noche, vigilaba mientras dormías, te hizo tocar tu propia carne, te hizo recordar a los tuyos, te hizo recoger tus andrajos.
Acuérdate de tu guardián.
Acuérdate del hermoso espejismo de los conceptos, y de las palabras conmovedoras, palacio de espejos construido en un sótano. Y acuérdate del hombre que vino y lo rompió todo, te tomó con su tosca mano, te arrancó de tus sueños y te obligó a sentarte sobre las espinas del pleno día. Y acuérdate de que no sabes recordar.
Acuérdate de que todo se paga, acuérdate de tu felicidad, pero cuando te trituraron el corazón, era ya demasiado tarde para pagar por adelantado.
Acuérdate del amigo que te tendía su razón para recoger tus lágrimas brotadas de la fuente
helada que violaba el sol de primavera.
Acuérdate de que el amor triunfó cuando ella y tú supisteis someteros a su fuego ansioso, rogando morir en la misma llama.
Pero acuérdate de que el amor no es de nadie, de que en tu corazón de carne no hay nadie, de que el sol no pertenece a nadie, ruborízate al contemplar el cenegal de tu corazón.
Acuérdate de las mañanas en que la gracia era como una vara amenazadora que te conducía, sumiso, a través de tus jornadas, ¡bienaventurado el ganado bajo el yugo!
Y acuérdate de que entre sus dedos entumecidos tu pobre memoria dejó escapar el pez de oro.
Acuérdate de los que te dicen: acuérdate. Acuérdate de la voz que te decía: no caigas. Y acuérdate del placer equívoco de la caída.
Acuérdate, pobre memoria mía, de las dos caras de la medalla. Y de su metal único.

Proyectos

Intentaremos reunir mediante este blog la información de todo tipo que se encuentra en la red e ir verificando su autenticidad. Buscamos así converirnos en un medio efectivo de análisis y difusión de la obra de René Daumal. Estaré prontamente trayendo ensayos y traducciones sobre este autor y si es de su agrado, espero colaboraciones que nos sean útiles.